Textos

Atardece. Es la hora de los mamíferos. Es el tiempo de la salvación. Las nubes esponjosas van enjabonando el cielo de cristal y la figura de un alimoche distraído sobrevuela el lugar, como una duda que se escapa.


Manual de pérdidas

Javier Sachez






Es hermoso el pueblo de Avellaneda. O, al menos, lo era. Ya no será sino un montón de piedras dispersas o acumuladas en dibujos cuadrangulares, restos de sillares y diseminados trocitos de teja, como grana sembrada con prisa. Era hermosa Avellaneda o, al menos, así lo recuerda esta mañana el viejo Abdón, sentado en su sofá poliédrico, mientras repasa con la mirada sus estanterías de libros antiguos, encuadernados en pergamino o en ajado cuero español. Hace ya setenta años que abandonó el pueblo junto a su familia y, desde entonces, no ha vuelto a pisar aquellas calles fantasmales que una vez fueron caminos apenas empedrados, barnizados de rollos desiguales y polvo insumiso. Era hermosa Avellaneda hasta que fue devorada por las hormigas.
Abdón tendría ocho o nueve años cuando huyó del pueblo junto a su familia y todo el mundo sabe que los recuerdos hermosean mentirosos en la memoria hasta que uno se muere o hasta que alguien, un mal amigo, te saca del error. A veces, descubrir la verdad antigua es como recibir un escupitajo.

Manual de pérdidas

Javier Sachez





Los dedos de Tomás se posan groseros sobre la pierna impúber del niño, acotado entre sus bracillos de camisa a cuadros. Tomás palpa y, a la vez, clava sus ojos en el libro que sostiene su sobrino.
En ese mismo instante, a trescientos kilómetros de distancia, Abdón penetra en la tienda de libros antiguos, huyendo del sofoco predador de un Madrid vacío y estival. Un aroma marchito a estantes de madera vieja y polvo acumulado le dan la bienvenida y una lámpara de plástico rosáceo ondea tristemente en el techo de color lapislázuli. En el suelo la alfombra se destiñe sin ayuda de nadie.
Sobre la mesa del comedor, Tomás mantiene abierto el libro de latín y el muchacho, a su lado, recita estoico: rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa…y Tomás asiente y empuja sus gafas hasta el entrecejo y mira hacia el muchacho y tose.
Desde su altura soberana, Abdón ejecuta una visión cenital sobre el establecimiento para localizar los libros que puedan interesarle aunque sabe con certeza que acabará encontrando algo que realmente le interese. Reconoce al fondo del local los pergaminos enfilados en los estantes superiores y se dirige a ellos con paso marcial.
Tomás flautea su voz hacia el muchacho: ahora en plural, y el muchacho aprieta los puños contra sus sienes y eleva los hombros: rosas, rosarum… En el patio, dos mirlos corretean de tronco en tronco y el haz luminoso del sol culebrea por la habitación.
Abdón deambula, manos asidas a la espalda, mentón elevado, buscando alguna joya barata, una ganga invisible entre aquellos españoles pergaminos que ocultan sus frontispicios a miradas inquietas.
La pierna del muchacho tabletea, martillea el suelo de terrazo y los mirlos se alejan tras el seto, como avisados de repente. Tomás se humedece la yema del pulgar y hace pasar la página del libro con los dedos de la mano derecha mientras los de la izquierda se mantienen aposentados en el cálido regazo del estudiante.
Allí en la librería, en el estante de libros del seiscientos, Abdón repasa los títulos manuscritos en los lomos con curvadas letras negras. Los encuadernados en piel se aprietan tibios unos con otros, como en una huida imposible. Tomás dicta: Galia est omnis divisa in partes tres.
Abdón se detiene frente a un estante acristalado en el que el librero guarda algunos ejemplares valiosos y codiciados. Al descifrar los títulos de los lomos amarillentos, siente el galopar de las palpitaciones en su pecho. Puede que en esa urna se halle algún tesoro sumergido entre cristales. Un pequeño libro, en octavo, llama su atención por encima de los demás. El ejemplar está encuadernado en un torpe papel moderno, a la manera rústica, pero los datos del libro aparecen detallados en una tarjeta, justo a su lado:
DE ARTE DICENDI.FRANCISCUM SANCTIUM BROCEFEM. SALMANTICAE. MDLVI
Abdón percibe que su corazón se dispara y apenas puede mantenerse en pie. No se puede creer aún que haya encontrado una primera edición de El Brocense, allí mismo, frente a su cara.
El muchacho escribe las frases con el lápiz temblante y el rasgar sobre la libreta es un susurro continuo, suplicante, sumiso.
Abdón se dirige al fondo de la librería y le pide al dueño que le muestre el libro recién descubierto.
Tomás ladea levemente la cabeza y repasa lo que escribe el estudiante y se percata también de los pantaloncillos cortos y de los leves muslos, delgadillos, blancuzcos, que chocan entre sí en un bailoteo pomposo e intermitente, mientras ordena: Tradúcelo.
El dueño de la tienda, incólume y serio, introduce la llave en la cerradura minúscula y abre la puerta acristalada que protege los valiosos volúmenes. Abdón titila. El librero le facilita a Abdón unos guantes de algodón y éste se los coloca con cierta torpeza.
El muchacho aprieta la punta del carbón sobre el papel y Tomás gira el cuello para descubrir la espalda del estudiante y, más abajo, el hueco de su pantalón, que deja adivinar el inicio de sus glúteos convexos, arábigos.
Abdón palpa aquel libro minúsculo y abre la desgastada página que hace las veces de tapa, para apreciar el año de edición y el estado general del ejemplar. Seguidamente, abre el libro hasta que las dos mitades forman un ángulo de noventa grados, para así no dañar la arcaica encuadernación. Finalmente, lo huele con delicadeza y mira al librero, que apenas muestra emoción en su rostro.
Tomás siente la presión sanguínea bajo sus prendas y el muchacho procura escribir con rapidez, atropelladamente.
Abdón pregunta el precio con tono de interés escaso, como sin saber.
Tomás, lento y decidido, hace enterrar sus manos gélidas en el hueco posterior que se abre entre el pantalón y la carne, mientras el muchacho aprieta el lápiz hasta clavarlo en la hoja, que cruje en una queja.
—El Brocense — murmura Abdón para sí mientras abona en veintidós billetes el total al viejo librero con cara de perdiz.
Tomás se palpa con mesura y el muchacho es una estatua que delgadamente tirita, pensando en su padre que se ha ido de viaje. Tomás cierra los ojos imaginando los pezones lisos y sonrosados del muchacho y acaricia mudo y respira hondo, seguido, mientras su hermano Abdón sonríe extasiado, tiritando de entusiasmo, esplendente ante el hallazgo que ya le pertenece, sencillamente satisfecho y feliz, a trescientos treinta y cuatro kilómetros de su casa.

Manual de pérdidas

Javier Sachez





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Reseña en el blog "Leyendo, tejiendo y cocinando"

Una prosa cuidada, rica en metáforas...Un libro emotivo. Enlace a la reseña